lunes, 3 de octubre de 2016

Una lágrima

¿Ha escuchado, usted, mi amigo, el sonido de una lágrima?
Pero no piense, por favor, que hablo del típico berrinche, ni del llanto caprichoso; menos aún del sollozo que acristala los rostros y desborda melancolía. No hay más en ellos que agua mundana y moco, desperdicio del ser elevando sus decibeles, de los que no vale la pena decir nada al respecto.
Sepa usted bien: me refiero, ante todo, a ese pequeño, sutil, golpe de una lágrima al caer, sin contexto, sobre cualquier superficie.
La piel de la cara, por ejemplo. Hay un tipo de lágrima, la más común en estos casos, que brinca de la pestaña a la piel y se aprieta a ella con fuerza, sin soltarse. Allí queda, abrazando un recuerdo, y se desarma.
Hay otras, sin embargo, que no se detienen tan rápido. Muchos, displicentes, adalides del pañuelo de tela quizá, dirán que es una lágrima que rueda por la mejilla. Pero no se engañe en la metáfora. Se trata, al contrario, del simple acto de deslizarse, suavemente, por la cara hasta desembocar en unos labios o en el cuello de la camisa. Y en ese deslizarse que es caricia, ella, lagrimita tierna y despojada, irá dejando un leve rastro de sí, hasta volver a caer, como una frase inconclusa.
¿Ha escuchado, alguna vez, a esa lágrima caer? Un golpe mojado, breve, ¡paf!, semifusa y silencio. ¿Lo ha oído? Porque yo sí y le digo: no hay nada igual, nada más perfecto e impreciso y delicado. Esa lágrima que cuando se deshace, estalla, y su explosión es risa descontrolada, tristeza y sal, es aquel golpe con la bicicleta en la calle y las ilusiones  de un amor deshecho, es todas las miserias del mundo que se descubren en un juguete perdido en la playa, o cada cosa que no supimos ser, el futuro que no se avizora, la vida que pasa y sólo se detiene, mentirosa, en las fotografías, o lo inesperado, o lo esperado con demasiadas ansias, lo irremediable de la muerte o una nueva despedida que nunca, pero nunca, es la última.
Imposible saber, mi amigo, si después de una lágrima vendrá otra. Siempre está esa que, ante el primer descuido, brota y se arroja, se entrega al mundo. Son, lo confieso, las de esta clase las que más me gusta escuchar, porque nadie las espera, nadie las convoca, y sin embargo ellas se apoderan del instante y lo hacen suyo. Con gracia, con estilo, no sin una pizca -ínfima, ya que no puede ser de otra manera- de audacia, ellas emprenden su camino
Siempre hacia abajo, siempre en plena desnudez.
Y resuenan.
¡Ay, cómo me gusta escucharlas! Pero, ¿qué puede decir sobre ellas un ser tan pequeño e insignificante como yo? Por eso le pregunto, señor, mi amigo:
Usted, ¿las escucha?

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